A veces bajo un sol asfixiante y otras bajo una persistente llovizna, “La Abuelita” se sienta sobre un bote, entre los camiones y microbuses del paradero, a esperar a los clientes.
–Abuela, qué hay –pregunta un conductor de microbús.
–Tengo de pollo y de huevo.
–Déme un taco de pollo y un refresco. Debería de traer cervezas.
Sus manos grandes atienden con presteza mientras murmura que la última vez que trajo cervezas se las “decomisó” la policía.

Se muestra apenada de sus uñas crecidas y de las costras de lodo que se asoman por su cuello. “A mí siempre me gustó estar presentable. Ahora, aunque quiera ya no puedo. Se me hace muy difícil asearme como antes”.
El sol se oculta detrás de las montañas de la sierra de las cruces. Fue un mal día. Doña Juana Hernández tendrá que regresar a su casa con casi toda su mercancía; pero bromea: “Bueno, por fin llegaron mis clientes”. Una parvada de gorriones se arremolina a su derredor. La vieja moja y quiebra con sus manos las tortillas que no vendió y, para aligerar su carga, las avienta en puños a las decenas de pájaros que revolotean a sus pies.
Lau Mendoza
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